Por unos días dejaré publicada la obra con la cual fuí ganador del X concurso nacional de cuento ciudad de Barrancabermeja, en el año de 1995.
Marcela,
La Gota Viajera.
Marcela había llegado en la madrugada en compañía del rocío y se quedó dormida en el borde del tobogán de un club privado. Allí durmió unas horas junto a unas amigas que habían llegado la noche anterior. El sol iba apareciendo lentamente detrás de los cerros de la gran ciudad.
Despertó, estiró los brazos, bostezó y empezó a gritar:
— ¡Despierten, perezosas! Qué ya amaneció y el sol se las va a llevar.
Todas protestaron por la bulla de Marcela diciéndole:
— ¡Cállese boba, deje de hacer tanto escándalo, que el sol nos va a llevar a todas!
— ¡No, no, no quiero ir al cielo! Replicó Marcela.
La vida allá es muy aburrida, todos los días vive uno en las nubes. Qué jartera, yo quiero estar en la tierra, viajar y conocer.
Al instante soltó una risa burlona y se vino tobogán abajo hasta llegar a la piscina. Sus amigas comentaban entre sí:
— Dejemos a esa tonta sola.
A Marcela poco la querían porque era vanidosa.
Pasó varios días en la piscina subiendo y bajando para que el sol no se la llevara. Un día cualquiera se quedó dormida en el borde del estanque, el sol la sorprendió y cuando Marcela despertó ya estaba en el cielo. Les contó a sus amigas de los días que disfrutó en la piscina y algunas cosas más que había visto, exagerando un poco, debido a su vanidad.
Hubo un verano que duró mucho tiempo y Marcela no había podido bajar a la tierra. Estaba muy aburrida. Una mañana de mayo, dieron la orden de bajar a regar los campos, lavar la ciudad, fortalecer los ríos y el mar; lentamente la lluvia se iba esparciendo por el aire.
En el viaje iban muchas gotas de agua con nombres repetidos, pero entre todas, solamente una llamada Marcela. Iba alegre y cristalina. De pronto, un viento fuerte las esparció muy lejos por diferentes direcciones. Marcela fue a caer de bruces en una orquídea silvestre que vivía en un árbol gigante y poderoso, de una selva virgen en un país desconocido. Marcela se tomó el néctar de la flor, se perfumó con la fragancia y se quedó dormida.
Al día siguiente se levantó como de costumbre, estiró sus brazos, bostezó y se fue bajando lentamente por la corteza del árbol hasta que llegó a la raíz. Había una brecha y por ella bajó hasta una pequeña corriente de agua y comenzó un viaje desconocido. Llevaba varias horas viajando cuando se desvió por una corriente más ancha y cristalina donde se podía ver el fondo, que tenía una arena muy fina de color amarillo brillante. Marcela se agachó y recogió un puñado, la miró de cerca, sonrió y dijo:
— ¡Oh, es oro puro, que bonito!
Lo dejó caer con suavidad hasta verlo llegar al fondo. Le gustaba el brillo y la variación de colores que le daba el sol a través del agua cristalina. Pesarosa continúo su recorrido, dejándose arrastrar por la corriente. Pasados unos días, encontró una mancha de color negro brillante que parecía miel espesa. Se acercó, le metió el dedo y probó. Al instante escupió y dijo:
— ¡Caramba es petróleo crudo! Eso me pasa por metiche.
Varios días después de estar viajando entró en una corriente estrecha de poca agua, el camino era pedregoso y oscuro; mientras más avanzaba, las tinieblas la envolvían, hasta llegar al punto en que Marcela no se veía ni la palma de la mano.
Era que estaba atravesando una mina de carbón mineral; iba nerviosa y estaba a punto de llorar, cuando empezó a aclarar, hasta llegar a una luz muy radiante. Marcela no podía creer lo que tenía al frente, era un lago muy lindo de aguas cristalinas que mostraba con nitidez el fondo embellecido con esmeraldas, rubíes y cuarzos. Parecía una alfombra mágica tendida a su paso. Alrededor había corales, tenía una arenilla blanca que daba luces como reflejos de plata; allí, vivían muchos peces de diferentes formas y colores, con ojos grandes de color blanco. Marcela en ese momento no se cambiaba por nadie. Se olvidó del oro, del petróleo y del paso por la mina de carbón. Se entretuvo mirando a los peces jugar a «la tumba», así llamaban debido a que se estrellan constantemente. Marcela no pudo evitar el burlarse de ellos.
— ¿Me puedes contar que le causa tanta risa? Preguntó un pez plateado.
— Son como bobos, se estrellan mucho.
El pez respondió:
— ¿No ve que somos ciegos? —Aquí no llega el sol, no tenemos ese privilegio.
Se quedó pensativa… Decidió retirarse y respetar la ceguera de los peces.
Bajó hasta el fondo del lago, cogió un pedazo de cuarzo, se miró la cara, la tenía negra, lanzó un grito de horror y dijo:
— ¡Estoy enferma porque no me da sol!
Salió corriendo agua abajo, buscando la salida del centro de la tierra.
Había caminado bastante, cuando se encontró con unas gotas de agua que vivían en una roca y comenzaron a burlarse de ella:
— ¡Adiós, cara manchada!
A Marcela no le gustó y les dijo:
— Bobas tontas. Al mismo tiempo que les mostraba la lengua.
Llevaba un día de camino, era de noche. Iba muy cansada pero siguió su marcha. Pensaba encontrar el sol en la mañana para que la llevara al cielo, así sin curarse las manchas que tenía en la cara. De pronto entró en un lago donde el agua era muy caliente y con olor a azufre, eran aguas termales.
— ¡Ay mamacita! Me quemo hasta la cola. ¡Ay! ¡Ay!
La corriente era muy fuerte y al rato había cruzado el lago. Entró en aguas frías que tenían salida a una playa grande de arenas muy blancas. Marcela se vio frente al mar azul e inmenso. Se miró la cara en una concha de nácar y su cara estaba limpia y reluciente. Sonrió, la habían curado las aguas termales. Repuesta de su enfermedad, se dispuso a descansar. Se quedó profundamente dormida. En medio del sueño sentía que el sol la recogía y la llevaba al cielo. Cuando Marcela despertó se dio cuenta que en verdad estaba en el cielo y vio que allí todo era normal. Se respiraba en paz, se oía música celestial.
Pasados un par de meses vino la orden de regresar a la tierra. Marcela se alistó para salir en el primer viaje y así lo hizo. Venía muy contenta cuando vio en el aire la ciudad de las Acacias y gritó:
— ¡Girardot! Y ¡Suaz!
Cayó dentro de una botella vacía de licor que iba parada flotando por el río Magdalena.
La ciudad estaba de fiesta y aunque a ella le hubiese gustado quedarse, no podía porque estaba dentro de la botella que iba río abajo. Todo lo podía ver a través del vidrio cristalino. Marcela no se sentía bien. Había hecho ese viaje hacía tiempo atrás, y el río no estaba contaminado como ahora. Pasó varios caseríos, pueblos y ciudades y se dio cuenta que la gente arrojaba toda clase de basuras al río sin ningún escrúpulo; ella, no se ensuciaba por estar dentro de la botella. Un jueves por la tarde llegó a La Dorada y vio que unos gallinazos se deban un banquete en la panza inflada de un burro muerto que iba para el centro del río. El puerto estaba solitario. Marcela extrañó los barcos a vapor que navegaban por el Magdalena llevando turistas que se deleitaban con música de viento de igual manera a los pobladores ribereños que salían a los puertos al paso de los barcos. La botella siguió su marcha, dentro de ella, Marcela. En las afueras de la ciudad había dos hombres descargando un carro con basura.
— Qué lástima que le hagan esto al río, que es su fuente de vida, donde se bañan, lavan y sacan el agua para preparar sus alimentos. Ellos dicen que lo que no mata engorda.
Todos estos reproches daban vueltas en la cabeza de Marcela. Seguía viajando lentamente, mirando de un lado para otro, buscando las garzas morenas, los patos cuchara, los caimanes o simplemente las tortugas asoleándose. Todo eso fue en vano. De aquello, solo quedaba el recuerdo, como el de los barcos a vapor, porque todo arruinó el hombre insensato e ignorante.
Después de varios días llegó a Puerto Berrío. Había en la orilla un letrero que decía: «Prohibido botar basuras», en la base del letrero había un perro muerto. A Marcela le dio risa. Seguro el que trajo el perro no sabía leer.
Mientras más avanzaba, más contaminado estaba el río.
. Era el concepto muy personal de la gota viajera. Por el olor de licor que tenia la botella, Marcela se mareo y se quedo dormida. La botella siguió su recorrido llevando a Marcela durante toda la noche. Por la mañana despertó debido al calor. Esta vez no estiró sus brazos, ni bostezó. Se llevó las manos entreabiertas a la cabeza para acomodarse el pelo, que lo tenía desordenado. Sentía un leve dolor de cabeza, Se restregó los ojos tratando de ver mejor, cuando se dio cuenta que estaba llegando a la ciudad motor de Colombia.
— ¡Hurra, Barrancabermeja querida!
Observó el Hotel Pipatón reformado y empezó a recitar: «En una verde cuna, mecida por los vientos, está Barranca hermosa, un poema, una canción y el río Magdalena la baña con ternura aquí en mi corazón».
Marcela se pegó a la botella para ver mejor a Barranca. Como iba bajando se quedó lela viendo las torres de la refinería de Ecopetrol hasta perderlas de vista.
Descansó un rato y después de varias horas vio las primeras casas de Puerto Wilches, la tierra que le recordó al Almirante Padilla; en el parque se realizaba un desfile con pancartas que defendían e invitaban a cuidar y proteger el medio ambiente.
A Marcela le dio mucha alegría. Marchaba dentro de la botella al compás de la música de la banda escolar que animaba el desfile. Qué tristeza la que sintió al divisar tres kilómetros más abajo del pueblo, una volqueta del municipio botando basuras al río.
— ¡Hipócritas! No hay en quien creer.
Pasó por San Pablo (Bolívar), a eso de las cuatro y media de la tarde. Notó que había un buen grupo de personas esperando que saliera la última chalupa con destino a Barranca. El calor era insoportable al igual que el vocabulario de los coteros que cargan las maletas en el puerto.
En un caserío llamado «El Guayabo» una mujer descalza sacaba agua de la orilla para bañar un niño de cinco años que estaba muy sucio; después de bañarlo se llevó una olla con agua para los quehaceres de la casa, mientras en el barro unos niños desnudos jugaban con una pelota de trapo bajo un sol calcinante. Al pasar por Tamalameque, Marcela iba rezando. Sentía miedo debido a que por allí comenta la gente que sale la llorona loca; una mujer que mató a su hijo y sale de noche gritando: «donde estará mi hijo» y cuando llega a la orilla del río, el diablo la desnuda y le da «juete». A cambio de llorona lo único que encontró fue basura, latas, plásticos y toda clase de desechos, sin faltar los cadáveres de animales en descomposición.
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Marcela iba arrepentida de este viaje. Cuando pasaba por El Banco (Magdalena), escuchó una cumbia y se dio cuenta que estaba pasando por la tierra del maestro José Barros. En un kiosco construido de tablas rústicas que vendían cerveza y ron, había unos pescadores borrachos, discutiendo tonterías. En las paredes de kiosco había un letrero que incitaba a la violencia, y al lado, pegado un afiche de un político que prometía salud, educación y vivienda. Marcela soltó la risa y dijo:
— Otra vez con el mismo cuento.
Al llegar a Magangué, vio como las vendedoras de comida, barrían las basuras de sus puestos hasta el borde del muelle para lanzarlas al río. De igual manera botaban las tinas de agua sucia donde se lavaban los platos. Unos metros más abajo un borracho se orinaba en el río, el muy descarado trató que el chorro cayera dentro de la botella.
— ¡Eso era lo único que me faltaba! Que este degenerado me orine. Como el hombre estaba muy borracho le falló la puntería.
Una mañana llegó al puente Pumarejo. Siguió camino a Bocas de Ceniza. Marcela estaba de nuevo frente al mar. Una ola sacó la botella a la playa. La pequeña con todas sus fuerzas brincaba y brincaba tratando de salir. No lo logró. Al verse perdida comenzó a llorar. Lloró y lloró tanto que llenó la botella de lágrimas hasta que se rebozó y así logró brincar a la arena. En la playa el sol la recogió y nuevamente la llevó al cielo. Todas sus amigas salieron al encuentro. En su interior abrigaban la esperanza que regresara con vida. La llevaron a una habitación amplia y ventilada. Tenía fiebre, vomito y los ojos hinchados de tanto llorar. Estaba muy triste. Pidió excusas por sus travesuras y prometió no ser vanidosa. En la mesa le colocaron rosas frescas y una tarjeta que decía:
— ¡Bienvenida al cielo Marcela!
Pidió que la dejaran sola, tomó un papel y un lápiz con tinta fosforescente, pensó un rato y escribió el siguiente mensaje:
«Los hombres que dañan la fauna, y la flora, queman los bosques y contaminan los ríos, cuando mueran, no se reciben en el cielo». Y lo clavó en la puerta principal.
La leyenda dice que Marcela murió debido a la contaminación y en las noches de luna clara, desde la tierra se ve el mensaje que escribió en el cielo.
Fin